La angustia está ahí, latente, siempre lo ha estado, desde que al salir del vientre materno sufrimos el trauma del nacimiento, hasta que nos enfrentamos a lo inconcebible de nuestra propia muerte. Por fortuna, no la experimentamos continuamente, solo hace acto de presencia cuando aquello que la enmascara fracasa en su función y, entonces, aparece súbitamente, de golpe, presagiando el peligro. En el momento en que surge la angustia la escena del mundo en la que sostenemos nuestra existencia queda perturbada. O bien nos sentimos extraños y excluidos, experimentando como los otros se desenvuelven normalmente y que la vida sigue funcionando sin que formemos parte de la misma o bien lo que se enrarece es el mundo al punto que lo que hasta entonces nos resultaba familiar se torna una cárcel siniestra, oscura, inquietante de la que no podemos salir. Algo ha surgido súbitamente que marca un antes y un después en nuestra vivencia de las cosas. Algo que no puede decirse, tampoco puede verse y no porque este censurado o prohibido sino porque no hay palabras para decirlo ni imágenes que le den forma. La angustia es previa a todo senti-miento, de manera que sí entramos en el terreno siempre difícil de la causalidad pondríamos la angustia antes de los síntomas que nos molestan y antes del fantasma con el que sostenemos la ficción de nuestra vida.
La verdadera sustancia de la angustia, nos dice Lacan, es que no engaña. Pero, ¿no engaña respecto a qué? Respecto a la presencia de lo real irrepresentable, sin sentido, sin ley y que, para colmo retorna siempre al mismo lugar. El “no engaño” de la angustia se refiere a la presencia de lo real y no a emergencia de la verdad que se fabrica siempre con los significantes y, por tanto, pertenece al registro de lo simbólico. Simbólico y Real son campos distintos y cuando intentamos comprender lo real mediante la verdad de los significantes nos adentramos dando tumbos en el malentendidoy el engaño. Si lo simbólico se introduce en el campo de lo real, tratando de darle un sentido, se produce un efecto de verdad-mentirosa. Por contra, cuando lo real se introduce en el campo de lo simbólico surge la angustia con la potencia de una certeza fuera de toda duda, pero absolutamente enigmática. Es después que aparece la duda.
El obsesivo preso de las dudas que le impiden actuar cree que son estas las que le angustian pero, es al revés, las dudas son una defensa secundaria ante esa certeza enigmática que puso en juego la angustia. Los esfuerzos agotadores del pensamiento obsesivo suponen un combate contra la angustia mediante engaños que tratan de evitar lo que en la angustia es certeza horrible. El problema es que la defensa fracasa en su intento de neutralizar la presencia de lo real y convierte al sujeto en un combatiente que se mantiene aislado en su búnker años después de que haya terminado la guerra. Por otra parte, la duda impide el acto, el que duda no actúa como nos muestra el drama de Hamlet. Actuar, nos dice Lacan, es arrancarle a la angustia su certeza hasta convertirla en palanca que permite al sujeto salir de la vacilación y realizar el acto. La clínica del acting out y la del pasaje al acto se deriva de lo que la angustia pone en juego.
Lacan abre del décimo de sus Seminarios “La angustia” con el apólogo de la mantis religiosa con el que muestra la importancia de la mirada y la incidencia que tiene sobre el sujeto. En la mirada “se trata de algo que puede muy bien sostener una existencia o devastarla”[1] Efectivamente, en la constitución del Estadio del espejo, es la mirada amable de la madre la que permite al infans apropiarse de la imagen que ve reflejada construyendo, de este modo, la instancia del yo. Esta mirada es de las sostiene la existencia del sujeto porque le da un lugar en el mundo, pero también nos encontramos en la clínica con los efectos devastadores de la mirada que encarna la ferocidad del superyo ante la cual el sujeto se experimenta como desecho, como un resto que no tiene lugar en el mundo.
En la angustia la mirada y la voz son preponderantes, tal y como se comprueba en la clínica de la psicosis en la que ambas pulsiones pueden cobrar un carácter alucinatorio. Es en el campo de las psicosis donde podemos captar, en todo su dramatismo, el poder desestructurante, persecutorio, aniquilador, de la mirada del Otro y de la ausencia del yo que no llegó a constituirse. La mirada tiene que permanecer oculta para que se organice el campo de la visión. Lacan nos da un ejemplo de la diferencia entre la visión que organiza la escena en la que nos reconocemos y la emergencia pulsional de la mirada que rompe el marco de la escena.
Decimos que la angustia no engaña, al contrario del yo, pero también que se trata de un afecto. ¿Qué quiere decir esto? Que aunque la angustia tenga una causalidad psíquica, sin embargo, compromete siempre al cuerpo. En «La Tercera”Lacan nos ofrece una nueva definición: “La angustia es el sentimiento que surge de esa sospecha que nos embarga de que nos reducimos a nuestro cuerpo”[2]. Si el ser humano guarda con su cuerpo una distancia protectora que le impide decir “ yo soy un cuerpo” sentir que quedamos reducidos únicamente al cuerpo es algo extremadamente inquietante,. En la constitución de nuestra identidad hay un enorme alejamiento de aquello que somos como cuerpo y que va a quedar encubierto por la imagen que nos forjamos de nosotros mismos y a la que denominamos el Yo, y por los ideales simbólicos a los cuales nos identificamos. Con todo este arsenal de ideas y de imágenes construimos una realidad que suponemos verdadera, objetivable, reconocible y soportable. Es el cuento que cada uno se cuenta a sí mismo para darle un sentido a su vida, pero no deja de ser un cuento para dormir niños.
El cuerpo recibe el impacto de la angustia, y a la vez se hace una especie de vacío en el plano del pensamiento. Heidegger decía: “La angustia no sabe de qué se angustia” y, efectivamente, no hay una representación imaginaria de aquello que la ha causado pues el objeto que causa la angustia es refractario a la imagen y a las palabras. Sólo en un segundo movimiento, el sujeto, defendiéndose de esa angustia innombrable, puede construir una fobia que es ya el miedo a algo concreto: un animal, los espacios cerrados o tantas otras cosas.
La función de señal que cumple la angustia tiene mas que ver con lo real del goce, siempre excesivo, que con la confrontación al enigma de falta del deseo del Otro, por eso Lacan llega a plantear que nos angustiamos cuando falta la falta. En ese punto se produce un exceso de carga pulsional que afecta directamente al cuerpo.
Para el psicoanalisis la angustia es un presentimiento de aquello hacia lo que tenemos que orientar la cura, ese real que para cada sujeto está en la base de su síntoma y de su malestar. Esta posición clínica es contraria a otra perspectiva que entiende la angustia como un error de adaptación a la realidad o un mal pensamiento del sujeto que hay que corregir. El intento de objetivación de esa experiencia subjetiva de la angustia en el llamado “trastorno de ansiedad” empuja cada vez más a su generalización, porque cuanto más se trata la angustia como algo que hay que borrar más se desplaza y se extiende. Lamentablemente esta época propicia la angustia al imponer un ideal personal que no se diferencia en nada del ideal científico: la pretensión de que todo pueda ser calculable, por lo tanto representable. La visibilidad absoluta, la transparencia absoluta, la información absoluta, la exhibición de todo es el nuevo imperativo. El sujeto queda sofocado y por eso no es de extrañar que la angustia se haya convertido en el modo más frecuente de llegar a la consulta.
[1] Jaques Lacan. Seminario 16. Lección del 26 de marzo 1969
[2] LACAN, J. (1974) “La tercera”, en Intervenciones y Textos II, Manantial, Bs. As, 1988
Rosa López
Psicoanalista, AME (Analista Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano), miembro de la AMP Asociación Mundial de Psicoanálisis y docente de la Sección Clínica de Madrid (Nucep).